viernes, 26 de septiembre de 2014

Anécdotas





Cuenta mi abuela que cuando era pequeña, digamos entre 15 y 16 años, iba después del colegio al Deportivo Chapultepec. Nadaba alrededor de una hora con sus amigas y después pasaban a comer una torta de algún establecimiento sobre la calle Mariano Escobedo.  Esa edad de bachilleres en la que se tiene al mundo a los pies y toda una vida por delante.

Descendiente de una familia burguesa, indiferente a los estragos que la segunda guerra mundial había dejado y en medio del milagro mexicano, ella practicaba natación en una ciudad donde todavía se podían ver las estrellas por las noches.

Una agradable tarde de septiembre, se encontraba con sus amigas comiendo una torta; con el apetito voraz de los adolescentes y un ligero aroma a cloro en el cabello, una canción de mambo sonaba en la radio del restaurante. Platicaban divertidas sobre una mesa cuadrada que tenía un extremo pegado a una pared de cristal que mostraba a los transeúntes.

Entre chismes y confesiones, mi abuela notó a un guapo joven que pasaba justo enfrente de su mesa. Gracias al cristal que las aislaba de la calle, pudieron hablar en voz alta sobre el muchacho. Sus amigas aprobaron su elección y con eso ella se decidió: “ése es el chico que me gusta.” Es de extrema importancia a esta edad, tener muy claro, dos cosas: quiénes son tus mejores amigas y quién es el chico que te gusta. Para hablar de él, con ellas.

A partir de ese día mi abuela y sus amigas siguieron viendo al susodicho, mientras se comían su torta. De pronto la práctica de natación se volvió lo más importante en sus vidas y durante varias semanas no faltaron ni un solo día. Se convirtieron en asiduas comensales del establecimiento de tortas y terminaron conociendo cada platillo del menú. La señora que les despachaba doña Paz ya había nombrado a la mesa utilizada por mi abuela y sus amigas, “la mesa de las nadadoras.”

-      Le voy a poner Pepe- dijo mi abuela – No lo conocemos, pero para mí tiene cara como de Pepe.

Pasaron los meses y nunca pudo coincidir con el tal Pepe. Después los años, un divorcio y cinco hijos. En una reunión social de índole altruista, mi abuela platicaba con su amiga Margarita, mientras veía de lejos a un señor de rostro familiar, urgando en su cabeza intentaba recordar de dónde lo conocía, la universidad, su último trabajo, alguien del vecindario...

Ya ni prestaba atención a la conversación cuando su amiga interrumpió la conversación.

-¡José! ¿cómo has estado?-

 -¡Margarita! Cuánto tiempo, bien, bien gracias ¿y tú? ¿Tú familia cómo está?

Gracias a dios muy bien, mira te presento a Susana, mi amiga desde la universidad.

Susana sonrió y extendió la mano y cuando lo vio a los ojos lo recordó: ¡era Pepe! ¡Su Pepe de la calle Mariano Escobedo!

 Mucho gusto José.

  Encantado Susana.

La curiosidad de Susana por confirmar su sospecha no pudo aguantar y le preguntó:

   Disculpe que le pregunte esto, pero ¿de casualidad no vivía por la calle Mariano Escobedo cuando era joven?

  Pues no exactamente en la calle, mi casa estaba sobre calzada Melchor Ocampo pero siempre caminaba sobre Mariano Escobedo para poder llegar.

Susana sonrió y se sonrojó confesando:

  Pues déjeme decirle que usted me debe un café.

dbc

1 comentario:

  1. Este me encantó!.. Te lleva con una sutileza increíble a imaginar claramente cada palabra de esta anécdota, de los chismes de las amigas, de ese amor tras de la ventana :)

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